El molino de los Uberraga
"Vi después cuatro ángeles de pie sobre los
cuatro puntos cardinales de la tierra. Sujetaba a los cuatro
vientos, impidiendo que soplara viento alguno sobre la tierra,
sobre el mar o sobre los árboles."
Apocalipsis 7:1
Los esqueléticos brazos desnudos sostenían jirones
harapientos del velamen de lo que otrora fuera la tensa lisura amarillenta de
las aspas del molino de los Uberraga. Despojados, ahora dejaban ver un cielo
estático como el óleo de un cuadro mediocre, a través de la grilla carcomida
que ya nadie se encargaba de reparar.
El último giro de todas las ruedas de la comarca se
detuvo al mismo tiempo, cuando en aquel mediodía, el viento se cansó de soplar.
Junto con ellas, se inmovilizaron otros ingenios; en principio, sus primos, los
molinos de agua. Más lejos, en el mar sin fin, los veleros se detuvieron sobre
una superficie aceitosa, sin olas ni temblores. Las rosas de los vientos
pasaron a ser inútiles flechas negras, los goznes se soldaron al eje,
contaminados con el virus de la quietud.
Los lugareños finteaban el escepticismo con la
supuesta temporalidad del fenómeno. Ese día esperaron hasta el anochecer. Y el
otro, y el siguiente. El fin de semana los encontró removiendo el trigo
zarandeado de la muela inferior, y trasladándolo a los morteros de mano para
terminar la molienda. Desde los molinos de Consuegra hasta los Mancheganos
llegaban las noticias, todo se había detenido cuando el viento dejó de soplar.
Ni brisa, ni hierbas agitándose, nada se movía.
Los ojos se cansaban de hurgar el cielo en busca de
señales, algo imperceptible que les anunciara el regreso del movimiento. Los
pájaros se acalambraban de batir sus alas; al no poder planear, sus vuelos eran
cortos. Amos de los aires, apuntaban sus picos hacia donde solían aparecer las
corrientes, en busca de apoyo para recorrer distancias. Sin ellas, suspendieron
sus planes de emigrar. Se les vio mejorando sus nidos en lugar de prepararse
para abandonarlos. Las parejas recién formadas seguían a los más viejos, creciendo
las bandadas, hasta oscurecer el firmamento.
La esperanza, extenuada, se fue marchitando en el aire
caliente del verano.
Lo que no se detuvo fue el tiempo.
Transcurrido unos días, los Uberraga pasaron cerrojo a
las puertas del molino. Se llevaron el burro para la casa, y lo soltaron en el
área cercada por un muro de piedra que según contaban había sido construido por
el imperio romano. Continuaba la línea divisioria de la propiedad y era aledaño
al hogar de la familia.
El aire se agrietó.
Sus transparentes heridas se expandían por doquier,
filosas como cristales, lastimando la cara, los brazos, los pies. Capilares
líneas de sangre aparecieron en las tersas mejillas de las quinceañeras,
mapearon los rostros de los entrados en años. La necesidad resucitó a los
santos, incluso a los no asociados con los fenómenos naturales, de San
Pancracio a Santa Lucía, de Santa Mónica a Santo Tomás, y hasta Santa Bárbara,
inútilmente invocada, fue colocada encima de la mesa familiar. El Cristo,
sufriente y colgado de la Cruz, fue, como usualmente, opacado por tanta
estatuilla. Permanecía a la sombra temblorosa de las imágenes. Las velas se
consumían, justo cuando al cansancio de los implorantes fieles, cerraba los
ojos apenas humedecidos por intentos de llanto.
Los curas de la Arquidiócesis de Toledo, al darse
cuenta que peligraba la fe en la santa iglesia católica, organizaron una
convención de vírgenes; no de vírgenes doncellas, que ya escaseaban, sino de
íconos oficiales y familiares. Cuatrocientas imágenes fueron traídas a la Plaza
Principal del Ayuntamiento, justo enfrente del Palacio Arzobispal.
Como si fueran espíritus los convocantes, de los
alrededores desde más allá de Talavera de la Reina, pasando por el Alcázar de
San Juan hasta Albacete, llegaban como gitanos, en multicolores grupos,
hombres, mujeres y niños. Traían sus cruces, estatuillas, relicarios y botellas
de agua para ser bendecidas. Una vez colmado el espacio del estacionamiento,
dejaron sus vehículos a mas de un quilómetro de distancia y caminaron a la
convocatoria. La familia Uberraba fue una de las tantas afectadas por la
ausencia de energía eólica, y como tal, respondió al llamado popular.
Estaban desesperados, el miedo pintado en sus rostros.
Aunque extraños fenómenos ocurrían más frecuentemente en todo el mundo, esto
nunca había sucedido. Los monjes de los claustros revisaron los papiros más
antiguos, de mil quinientos años y más, nada se escribió jamás sobre una
catástrofe de esta naturaleza.
En la creciente multitud, varios Colachos, vestidos de
amarillo y rojo, encomendados a limpiar los niños de pecado, al haberse
interrumpido su tarea de saltar por encima de los pequeñuelos, lo hacían unos
por encima de los otros, transformados en una turba de payasos de feria.
Invitadas de Cáceres llegaron las Carantoñas, a las que piadosa y
convenientemente se les había quitado su apelativo de demonios aunque su
apariencia clamase que lo eran, aunque podía asegurar a ciencia cierta sobre la
incierta apariencia de los mismos. Pero cabe reconocer que con sus colmillos
ensangrentados, orejas de pimientos secos, caras con lágrimas de sangre
pintadas, bocas torcidas en perpetuo tormento, cubiertas por pieles de cabra y
cuernos en espiral, eran la perfecta representación del terror a lo
desconocido. Para que no se dijera que habían olvidado por completo los
mártires famosos, trajeron a un San Sebastian con innumerables flechas clavadas
en todo su cuerpo, y dos amenazantes tigres a sus pies queriendo despedazarlo.
En total unas trecientas deidades se incorporaron a las
ya existente, sumando setecientas las representaciones de santos, dioses,
demonios y fantoches. Como en el Monte Carmelo, donde Elías los desafiara,
setecientos era el total de los peregrinos profetas. Para que volviera a soplar
el viento, era válida toda religión, invocación, aquelarre, o conciábulo,
incluso hasta la nigromancia.
La majestuosa catedral hizo sonar las campanas,
llamando a misa de emergencia.
De los Uberraba, el único que permaneció en casa fue
el abuelo, Ineki Uberraba, argumentando una artritis agravada por la falta de
humedad. El patriarca, que vio disiparse su influencia en la sombra del milenio
como una foto vieja que se decolora poco a poco, había comenzado, hacía ya un
año a construir su propio féretro sabiendo que, por ahorrar, su familia
probablemente lo iba enterrar en un cajón bebedero sin forro.
Veterano de ciclones, terremotos, inundaciones y
sequías, le constaba que toda crisis llega a su fin, y todo daño es reparable,
y que las únicas secuelas a las que se debe temer son las que dañan el alma,
las que destruyen los sueños y causan incredulidad, porque cauterizan la
conciencia y destruyen el freno al afán destructivo de la codicia. Experimentó
que cada generación crece más escéptica que la anterior, y que la última,
todavía en pañales, pero ya extraviada, no distingue lo moral de lo inmoral, lo
bueno de lo malo, lo perverso de lo casto.
Al fondo del taller que su propio abuelo comenzara,
armó unos caballetes. Atravesó unas tablas, despojos centenarios del último
granero, y con otras menos dañadas armó su féretro, con el cuidado que un
sastre se toma para hacer un traje a medida. Sus manos, grotesco diseño de
dedos deformes, quebrados y recompuestos decenas de veces, usado entablillados
y tiras de algodón, sostenían el cepillo firmemente. Pacientes, empujaban y
volvían atrás. Cada tanto pasaba la yema de los dedos por la superficie,
sonriendo. El olor a madera trabajada desataba un tropel de recuerdos. Delante
de sus ojos vio la mesa familiar apenas terminada de construir. Para
inaugurarla, su compañera, amada esposa que la gripe arrebatara de su lado
tempranamente, tendía un mantel de algodón de primoroso diseño, calado y con
ribetes de puntillas, planchado con almidón. Horneó panes con frutas secas, y
pródiga, abrió la despensa, llenando la casa de aromas embriagantes, de quesos,
de embutidos, aceitunas, salsas, aceites y hierbas que abrían el apetito, y se
percibían a dos cuadras de la cocina. Como siempre aparecieron visitantes
inesperados, de dos piernas, alados y de cuatro, merodeando en los alrededores
queriendo probar las bondades de la buena cocina.
— Fue un buen tiempo — , se dijo a sí mismo, quebrando
la burbuja del recuerdo, y continuando con su tarea.
Una lágrima rodó por las arrugas, hasta sus labios,
donde experimentó el gusto salado de la nostalgia. Sus ojos tropezaron con la
cometa que armara días atrás para su nieto Diego, y que guardó colgada entre
sus herramientas para el viernes anterior, comienzo de las vacaciones
escolares, donde se suponía que la remontarían juntos a los cielos manchego.
Pero el voluptuoso viento tenía otros planes, y cuando llegaron al lugar ideal
de la campiña donde tantas veces remontara otras cometas con su hijo Daniel, el
actual conductor del molino, había cesado de soplar.
Recordó el rostro compungido del niño, y su esfuerzo
por no llorar. Para animarlo le dijo:
— Pídele a Dios que envíe una brisa para su vuelo. Y
si no te contesta el primer día no te des por vencido.
Diego le preguntó a su vez:
— ¿Porqué no me va a contestar?
— Porque pedimos cosas todo el tiempo, y al minuto,
cambiamos de opinión. Dios quiere saber si estás seguro de lo que pides — Y
agregó: — El guarda los vientos en su puño, tienes que pedirle que afloje sus
dedos y deje salir una corriente de aire que llegue a tu cometa y la eleve.
Dios escucha tus pedidos, porque eres niño, él ama especialmente a los mocosos
como tú — dijo, y le acarició rudamente los cabellos.
Esa tarde, casi al anochecer, y luego de varios
fallidos intentos, volvieron a la casa y el abuelo colgó la cometa al lado de
sus herramientas.
Y allí estaba todavía.
Empujó el cepillo gentilmente. Con una lija gastada
alisó la imperceptible irregularidad del precioso material.
La noche corría su manto, llevándose a dormir los
colores.
Los Uberraba trataron de mantenerse juntos en aquel
hervidero , pero no era fácil. La catedral se llenó en minutos y ellos no
pudieron entrar. Aprisionados entre la multitud que empujaba hacia las puertas
y el muro de piedra, hicieron un círculo, protegiendo a los más pequeños. Tomados
de las manos, presenciaron como se insultaban, golpeaban, y empujaban
groseramente, para llegar a la entrada y acceder a la misa de emergencia, como
se diera en llamar desde hacía una semana. Botellas de ratafía, con su peculiar
aroma, eran levantadas como ofrenda y empinadas como agua. Cuando las puertas
del antiguo templo se cerraron, el tropel pareció resignarse y comenzaron a
formarse grupos en la enorme plaza y las calles de acceso. A muchos les pareció
adecuado encender fogatas, como en San Juan, y volver a los rituales de hacia
apenas un mes. Las campanas anunciaron el comienzo de la procesión, con el
ingreso del párroco y su séquito.
Dentro, la ceremonia seguía los pasos litúrgicos
milenarios; mientras afuera se daba rienda suelta a la práctica de rituales
incorporados a la adoración de santos y demonios. Hierbas mágicas y agua con
poderes sobrenaturales adquiridos en la noche de San Juan y reforzados en ese
mismo crepúsculo eran usadas para esparcir sobre los grupos afines a tales o
cuales prácticas. Los Colachos, animados por los tragos de la ratafía
fermentada, tomaban en brazos a los bebés a los que apenas debían saltar por
encima y pasaban con ellos por encimas de las llamas, chamuscándose los
atavíos, y causando el llanto de los pequeños, que se sumaba al aquelarre
reinante. La falta de toda brisa mantenía el humo y los olores un poco por
encima de las cabezas de la multitud, la lumbre de las fogatas se reflejaba en
la densa fumarada, incrementando el dramatismo de la puesta en escena, mostrando
el mismísimo báratro desatado en la Plaza de Reunión.
Al llegar la madrugada, cansados y frustrados, la
familia emprendió el regreso al molino.
Las noticias que recibieron no eran para nada
alentadoras. Las nacientes de los ríos se secaban rápidamente La vegetación
amarillaba, y algunas enredaderas perennes, estaban cambiando su acostumbrado
verde oscuro a un marrón, inequívoco indicio que la falta de humedad aceleraba
su irreversible deterioro. El rocío de la mañana ya no aparecía, la ausencia de
nubes indicaba la ausencia de condensación, sin la cual, la sequedad absoluta
del ambiente, provocaría en breve, la muerte de toda cosa viva, incluso ellos.
Debían tomar una decisión pronto. Y lo único posible
era sumarse a la caravana de emigrantes hacia la costa, que ya había comenzado.
Cuando llegaron al hogar todos se fueron a dormir. No
vieron al abuelo, debió acostarse temprano, y se levantaría cuando el gallo
cantara por tercera vez.
Daniel Uberraba no durmió casi. A las diez de la
mañana, se levantó, preparó un emparedado de queso, un café negro y salió al
patio. Llamó a su padre: — ¡Papá! ¿dónde estás?
.
Al no recibir contestación, usó su nombre de pila: —
¡Ineki!.
Nada.
Caminó al taller, lugar de tantas vivencias. Sentía la
inquietud de alguien que es forzado a abandonar todo, a salir corriendo sin
haber terminado su misión. No le gustaba, su padre estaba muy viejo para irse a
otro lugar.
— ¡Papá!.
Vio el féretro al fondo. Como anciano, su progenitor
se imaginaba cosas. Le digo que querían enterrarlo en un bebedero. ¿De dónde
sacaba esas ideas? Todos lo amaban en la casa. Era un hombre gentil, afable, y
muy útil, pese a las limitaciones de su edad.
Se acercó al cajón, encendió la luz.
La mano izquierda del padre colgaba del borde del
cajón.
Apresuró sus pasos. ¿Se habría dormido allí adentro?
¡Vaya lugar!
Se asomó, allí estaba, boca arriba, el cepillo de
carpintero en su vientre, sostenido por la mano derecha, el rostro ligeramente
inclinado.
— ¿Papá? — preguntó con temor.
Acercó su mejilla a la boca del viejo. No lo sintió
respirar.
Tocó con sus dedos la yugular, el frío de la muerte le
hizo retirar la mano, rechazado involuntariamente el hecho consumado.
Se sentó en un tosco banco, al lado del cajón y dio
rienda suelta al llanto.
Con quejidos y lágrimas que ya no podría derramar,
arrojó fuera de si el dolor de la pérdida de su padre, y de las que vendrían
pronto.
Luego se levantó y volvió a la cocina.
Reunió a la familia, y les dijo lo que ya se
imaginaban. También comunicó la decisión de partir rumbo a la costa. Luego del
funeral, volverían al hogar, harían un atado con lo esencial y partirían rumb a
la costa. Todos sabían sobre la crisis que se avecinaba.
Una vez enterrado Ineki, regresaron.
Diego dijo a su padre: — Papá ¿puedo remontar la
cometa antes de irnos?
— Hijo, no hay viento, ni siquiera la más leve brisa,
¿cómo vas a remontarla?
— Voy a correr de un extremo del campo al otro, como
me enseño el abuelo ¿puedo?
— Ve, pero si no sube, vuelve y termina de empacar.
Con una sonrisa de esperanza en su rostro, corrió al
taller a buscar su cometa.
Daniel lo observó a través de la ventana, esceptico,
pero admirado de la voluntad inquebrantable del niño. Le entristecía que
fracasara y la muerte del “abu” le afectara más todavía. Eran muy amigos con el
abuelo.
Lo vio salir y correr al otro extremo del campo.
Una y otra vez presenció como repetía la operación de
llegar al lugar más alejado y correr hacia la casa sosteniendo el hilo que
salía de la cometa. La cola, hecha de retazos de tela, se arrastraba dando
tumbos.
Lo vio sentarse cansado en el último intento.
No pudo continuar viéndolo fracasar una y otra vez.
Cuando caminaba hacia el campo, se detuvo a observar.
El niño hablaba con alguien, el rostro hacia el cielo, la mano derecha
levantada y la izquierda sosteniendo la cometa.
Entonces, sin correr, de cara al ingenio que le
construyera el abuelo, comenzó a aflojar el hilo.
Lentamente, la liviana armazón se elevaba, alejándose
del niño, parecía soplar sólo la cometa.
Siguió subiendo, hasta extender el largo del hilo.
Diego se volvió a verlo con el rostro brillante de
alegría.
Detrás de la brisa, el viento volvió a soplar.
EL niño luego contestó la pregunta de su padre:
—
— — — —
— — — — — — — — — — — — — — — — — — — — — —
Autor:
Roosevelt Jackson Altez -REJA-
Roosevelt
es autor, escritor, dibujante, artista gráfico.
Su
última novela: “ Las
violentas vetas del volcán” está disponible en Amazon y Google Libros.
También
es autor de diversos blogs, y cuentos cortos, y no tan cortos.
Puedes
comunicarte con nosotros a: edicionesdelareja@gmail.com
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