La sombra agonizante
—Tenemos que hablar.
Era la
tercera vez en el día que escuchaba eso. Lo oí en días anteriores,
pero ahora sonaba nítido. La primera vez creí que era la tele, puesto que es una
frase muy común en las telenovelas baratas, y diálogos entre parejas. No le
presté importancia, pero unos días después iba yo caminando rumbo a casa,
estaba atardeciendo. Escuché:
—No me
ignores, te dije que tenemos que hablar.
Me volví,
nadie. Nada.
El tono de
voz me era conocido, sumamente familiar. Como si fuera yo, pero desde el exterior.
Sonaba un poco extraño, como cuando te grabas y luego te escuchas, es
diferente, casi desconocido, tan acostumbrado que estamos a escucharnos desde
dentro. Llevaba mi cuchillo de caza atravesado en el cinto, en mi espalda.
Cerré mis dedos en la empuñadura, me daba cierta confianza.
Pero había
escuchado aquella voz, estaba seguro. Y a medida que lo estudiaba se iba disipando
mi incertidumbre. Era obvio, y confesé, me lo dije frente al espejo:
—Me estoy volviendo
loco.
Claro, lo
callé, nadie más tenía que saberlo. Y no me iban a creer de todas maneras.
¿Quién escucha a confesión de alguien que afirma que está perdiendo la cordura?
La mitad del mundo lo menciona al menos una vez en el día.
Pero hoy
era la tercera vez.
Así que me
detuve. Mal me pesara, sólo cabía una alienante posibilidad.
Del otro
lado del mar el sol tocaba el horizonte, derramando el púrpura brillante, que
teñía las aguas desde el punto de contacto y se esparcía rápidamente en la oleosa
calma que antecedía a la noche estival.
—Tenemos
que hablar.
—Te escucho—
le contesté a mi sombra, que se alargaba hacia un muro y movía los labios de su
estirada cabeza a medio metro del piso. Mi condición se aceleraba, era cuestión
de tiempo para que me chiflara por completo, irreversiblemente.
—No
mientas, no me escuchas ni nunca me escuchaste, lo dices ahora porque tienes
miedo, te crees al borde de la demencia. La buena noticia es que no te sucede
nada. Soy yo la que está enferma.
—¿Que te sucede?
—Estoy
desapareciendo, muriendo.
—Patrañas.
No puedes morir. Al menos no hasta que
yo muera.
—¿Qué sabes
tú? No me digas que eres perito en sombras.
—Ninguna murió
antes que su dueño.
—Hay varias
fallas en tu afirmación. Primero, no eres mi dueño. Nacimos juntos. Hemos estado
unidos toda la vida, pero no te pertenezco. El otro problema de tu deducción, que no sé de
dónde viene, es que la sombra suele morir antes. Y no estoy dispuesta a morir,
ni a desaparecer. Voy a seguir mi camino, incluso después de que te entierren,
sin mí, claro.
Quise darme
un respiro, y elaborar una respuesta con sentido, aquella mi sombra, si lo era,
sabía mucho de mí. Para ganar tiempo le pregunté:
—¿Cómo
sabes que estás desapareciendo?
—Es una
enfermedad que nosotras conocemos muy bien. Es causada por la negación de
ustedes. En su egoísmo, creen que todo existe para servirlos. Jamás hablan con
nosotras, ni se preocupan si somos o no, si tenemos vida propia, nos piensan apenas
como una extensión de ustedes.
—No me
había fijado en ti, para serte honesto. Nunca te necesité ¿Para qué eres útil?
—¿Ves?, eso
me debilita, me quita mi amada opacidad. Ahora debo estar al cincuenta por
ciento. Y lo que pierdo no lo vuelvo a recuperar.
Estaba
furiosa, no iba a permitir que el egocentrismo de aquel individuo terminara por
matarla mucho antes del tiempo marcado.
—Escúchame,
el mero hecho de discutir contigo es señal que no estoy en mis cabales, pero,
de todas formas, no te necesito, si desapareces, si mueres, si te vas de viaje,
¿a mí qué?
—Eres una
basura, lo se desde hace mucho tiempo— gritó la sombra con rabia, sacudiendo humana
asociación, estirando el cordón umbilical tan deteriorado y antiguo como su
propio yo.
El dueño le
dio la espalda, ignorando su furia. Se alejó, seguro que ella lo seguiría. De hecho
no tenía otra opción. Si bien entre ambos no habían secretos, no podía usarlos
en su contra, se autodestruiría.
La silueta,
cada vez mas oscura, agonizante, estiró su brazo derecho, empuñó el cuchillo atravesado
en el cinto de él y lo levantó sobre la cabeza del insensible anfitrión. Sin
darle tiempo a nada, con un golpe seco, se lo enterró desde atrás, justo en el
lugar del corazón.
Antes de que el asesinado tocara el piso, la sombra se había liberado y caminaba vertical, aplastada contra el muro, liviana en su albedrío. Cuando llegó al final de la pared, bajó todo el largo de su crepuscular bosquejo, y reptó, cruzando el camino, alejándose de la playa y fundiéndose con el resto de otras como ella.
Atrás yacía el cuerpo sin vida y sin sombra de su antiguo hospedador.
Autor: Roosevelt Jackson Altez -REJA-
Roosevelt es autor, escritor, dibujante, artista gráfico.
Su última novela: “ Las violentas vetas del volcán” está disponible en Amazon y Google Libros.
También es autor de diversos blogs, y cuentos cortos, y no tan cortos.
Puedes comunicarte con nosotros a: edicionesdelareja@gmail.com
Muy interesante y entretenido, con un final abierto a la imaginación!!!
ResponderBorrarGracias por el comentario, ¿Puedes ingresar un nombre, aunque sea ficticio?
BorrarMary.
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